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El hombre mediocre

sofemme y sentencioso; el activo es un escorpión atrabiliario.

Pero, lúgubre o bilioso, nunca sabe reir de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe a contrapelo.

¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado a herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reirse: le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumbs.

El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas.

Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece poseer mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ellas destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximo de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquiera; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde se empampanan de vanidad los mediocres; si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira a desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga a ras de tierraque A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha