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El hombre mediocre

EL HOM PERE MEDIOCRE

149 de sentirse cohibido por el legítimo encumbramiento ajeno.

El que tiene méritos, sabe lo que cuestan y los respeta; estima en los otros lo que desearía se le estimara a él mismo.

El mediocre ignora esta admiración abierta: muchas veces se resigna a aceptar el triunfo que desborda las restricciones de su envidia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es admirar.

Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Estos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente; y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrificando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria.

Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable utilidad.

Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado; la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia 'y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad.

Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra; desean achicarla, por la simple razón de que ellos no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir a los demás responde al sue-