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José Ingenieros

El hombre vulgar envidia las fortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del estado y le prepara ulteriores jubilaciones.

De ahí que el proletario envidie al burgués, sin renunciar a substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de envidias, perfectamente graduadas por las cifras de las prebendas.

148 El talento en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía, — es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el doméstico un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror a la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilisno, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en las ciencias, en las artes o en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande o pequeña, camarilla de maldicientes o legión de difamadores; los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela.

La dicha de los fecundos martiriza a los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que lo amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o en el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura.

Sin oirlos.

III . LOS ROEDORES DE LA GLORIA

Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y con su esfuerzo está inclinado a admirar el esfuerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no pue-