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José Ingenieros

decía que los espíritus vulgares no encuentran diferencias entre los hombres: se descubren más tipos originales a medida que se posee mayor ingenio. El criticastro es parvificente; admira un poco todas las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El que ve los defectos y no las bellezas, las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere en el bajo nivel donde vegeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porvenir, están inhabilitados para ascender hacia una perfección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay que cultivarla como un fuego sagrado, evitando que la envidia la cubro con su patina ignominiosa.

La maledicencia escrita es inofensiva. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa a los criticastros y a los malos autores. Mientras los envidiosos murmuran, el genio crece; a la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo a fuego lento.

El verdadero castigo de estos parásitos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica a un alto espíritu tiende la mano esperando una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida, negándole la notoriedad que le conferiría la réplica. El silencio del autor mata al postulante; su indiferencia le asfixia. Algunas veces supone que le han tomado en cuenta y que se advierte su presencia; sueña que le han nombrado, aludido, refutado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse a envidiar desde la penumbra, de donde no consigue que le saquen. El que tiene conciencia de su mérito no se presta a inflar la vanidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole a perder su tiempo; elige sus adversarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una palabra a sus lacayos o a sus sicarios. Hay que evitar esa palabra; de muchos criticastros sólo tenemos noticia porque algún genio los honró con su puntapié.