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El hombre mediocre

IV . UNA ESCENA DANTESCA : SU CASTIGO

El castigo de los envidiosos estaría en cubrirlos de favores, para hacerles sentir que su envidia es recibida como un homenaje y no como un estiletazo. Es más generoso, más humanitario. Los bienes que el envidioso recibe constituyen su más desesperante humillación; si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle. Ningún enfermo es responsable de su dolencia, ni podríamos prohibirle que emitiera acentos quejumbrosos; la envidia es una enfermedad y nada hay más respetable que el derecho de lamentarse cuando se padecen congestiones de la vanidad.

El envidioso es la única víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer a la víscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso el Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.

Dante consideró a los envidiosos indignos del infierno. En la sabia distribución de penas y castigos los recluyó en el purgatorio, lo que se aviene a su condición mediocre.

Yacen acoquinados en un círculo de piedra cenicienta, sentados junto a un paredón lívido como sus caras llorosas, cubiertos por cilicios, formando un panorama de cementerio viviente. El sol les niega su luz; tienen los ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron ver el bien del prójimo.

Habla por ellos la noble Sapía, desterrada por sus conciudadanos; fué tal su envidia, que sintió loco regocijo cuando ellos fueron derrotados por los florentinos. Y hablan otros, con voces trágicas, mientras lejanos fragores de trueno recuerdan la palabra que Caín pronunció después de matar a Abel. Porque el primer asesino de la leyenda bíblica tenía que ser un envidioso.

Llevan todos el castigo en su culpa. El espartano Antistenes, al saber que le envidiaban, contestó con acierto: peor para ellos, tendrán que sufrir el doble tormento de sus males y de mis bienes. Los únicos gananciosos son los envidiados; es grato sentirse adorar de rodillas,