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José Ingenieros

El "genio y figura, hasta la sepultura", es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelente, si son longevos; suele confirmarse cuando mueren a tiempo, antes de que la fatal opacidad crepuscular empañe los resplandores del espíritu. En general, si mueren tarde, una pausada neblina comienza a velar su mente con los achaques de la vejez; si la muerte se empeña en no venir, los genios tórnanse extraños a sí mismos, supervivencia que los lleva hasta no comprender su propia obra. Les sucede como a un astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al verse imposibilitado para confirmarlos a simple vista.

La decadencia del hombre que envejece está representada por una regresión sistemática de la intelectualidad. Al principio, la vejez mediocriza a todo hombre superior; más tarde, la decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre.

Tal afirmación es un simple corolario de verdades biológicas. La personalidad humana es una formación continua, no una entidad fija; se organiza y se desorganiza, evoluciona e involuciona, crece y se amengua, se intensifica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es incapaz de acrecentarse y pronto suelen advertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de la llama interior que se apaga.

Cuando el cuerpo se niega a servir todas nuestras intenciones y deseos, o cuando éstos son medidos en previsión de fracasos posibles, podemos afirmar que ha comenzado la vejez. Detenerse a meditar una intención noble, es matarla; el hielo invade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa y domestica. La rutina es el estigma mental de la vejez; el ahorro es su estigma social. El hombre envejece cuando el cálculo utilitario reemplaza a la alegría juvenil. Quien se pone a mirar si lo que tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina que es preferible tener de más a tener de menos, está viejo; cuando su afán de poseer excede a su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La avaricia es una exaltación de sentimientos egoístas pro-