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José Ingenieros

bre ó bilioso, nunca sabe reir de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe á contrapelo.

¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado á herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reirse; le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad de toda la especie. Tiene prejuicios aterradores: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba. En la «Comedia Humana», Balzac pudo llamarle Pandolfo y hacerle miope á cualquiera esperanza, ciego á todo porvenir. Como hombre mediocre es un esclavo de su miopía, un prisionero de su tiempo.

El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Es un Horacio para alabar la mediocridad y oponerla al genio; parece poseer mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ellas destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosi