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El hombre mediocre

dad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquiera; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde se empampanan de vanidad los mediocres; si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su estéril madurez intelectual, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; vive declamando su admiración y su cariño á los mismos que mataría con la intención si ello fuera posible; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira á desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga á ras de tierra.

Á pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar á los envidiosos en camarillas ó en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando á los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje á la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar á los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia á Sócrates y quien á Napoleón, creyendo igualarse á ellos rebajándolos; para eso endiosarán á un Brunetière ó un Boulanger. Pero esos placeres