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El hombre mediocre

fectamente graduadas por las cifras de las prebendas.

El talento—en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía—es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el mediocre un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror á la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en la política ó en la ciencia, en las artes ó en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande ó pequeña, camarilla de maldicientes ó legión de difamadores; los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela.

La dicha de los fecundos martiriza á los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que lo amargan por toda la existencia; su dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción ó en el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.