Tal afirmación es un simple corolario de verdades biológicas. La personalidad humana es una formación continua, no una entidad fija; se organiza y se desorganiza, evoluciona é involuciona, crece y se amengua, se intensifica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es incapaz de acrecentarse y pronto suelen advertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de la llama interior que se apaga.
Cuando el cuerpo se niega á servir todas nuestras intenciones y deseos, ó cuando éstos son medidos en previsión de fracasos posibles, podemos afirmar que ha comenzado la vejez. Detenerse á meditar una intención es matarla; el hielo invade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa y domestica. La rutina es el estigma mental de la vejez; el ahorro es su estigma social. El hombre envejece cuando el cálculo utilitario reemplaza á la alegría juvenil. Quien se pone á mirar si lo que tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina que es preferible tener de más á tener de menos, está viejo; cuando su afán de poseer excede á su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La avaricia es una exaltación de sentimientos egoístas propios de la vejez. Muchos siglos antes de estudiarla Ribot y Rogues de Fursac, el propio Cicerón escribió palabras definitivas: «Nunca he oído decir que un viejo haya olvidado el sitio en que había ocultado su tesoro.» (De Senectute, c. 7). Y