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José Ingenieros

con los escritores que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad en cada frase, y mejor si intentan subordinar el estilo á las ideas; prefieren las desteñidas elucubraciones de los autores apampanados, exentas de las aristas que dan relieve á toda forma y cuyo mérito consiste en transfigurar vulgaridades mediante barrocos adjetivos. Los infolios desabridos les resultan profundos. Si un ideal parpadea en las páginas, si la pasión enciende en ellas vibraciones de ascua, si la verdad hace crujir el pensamiento en las frases, los libros parécenle material de hoguera. Cuando pueden ser un punto luminoso en el porvenir ó hacia la perfección, los rutinarios les desconfían. Veneran los mansos palimsestos, calcados sobre los que deletrea la humanidad desde que se inventó la lectura: los que confirman sus inocentes presunciones y halagan sus prejuicios.

Su caja cerebral es un alhajero vacío. No pueden razonar por sí mismos, como si el seso les faltara. Una antigua leyenda cuenta que cuando el Creador pobló el mundo de hombres, comenzó por fabricar los cuerpos á guisa de maniquíes. Antes de lanzarlos á la circulación levantó sus calotas craneanas y llenó los cofres con diversas pastas divinas, amalgamando las aptitudes y cualidades del espíritu, buenas y malas. Fuera imprevisión al calcular las cantidades, ó desaliento al ver los primeros ejemplares de su obra maestra, quedaron muchos sin mezcla y fueron enviados al mundo sin nada dentro. Tal legendario origen explicaría la