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El hombre mediocre

te consolidados, los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos no saben distinguir la luz de la sombra, como los palurdos no distinguen el oro del dublé: confunden la tolerancia con la cobardía, la discreción con el servilismo, la complacencia con la indignidad, la simulación con el mérito. Llaman sensatos á los que suscriben mansamente los errores consagrados y conciliadores á los que renuncian á tener creencias propias. Toda opinión que revele una personalidad rectilínea paréceles peligrosa; la originalidad en el pensar les produce escalofríos. Comulgan en todos los altares, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo á sus chafarrinadas; gustan de los juicios reticentes, conciliables con pareceres heteróclitos. Los temperamentos amorfos conmueven su complicidad más íntima; la maleabilidad de su espíritu los seduce y creen descubrir una agudeza particular en el arte de no comprometerse con juicios decisivos. No sospechan que la duda del hombre superior fué siempre de otra especie, antes ya de que lo explicara Descartes; es afán de rectificar los propios errores hasta aprender que toda verdad es falible y que los ideales admiten perfeccionamientos indefinidos. Los rutinarios, en cambio, no se corrigen ni se desconvencen nunca; sus prejuicios son como los clavos: cuanto más se golpean más se adentran. Les incomoda ver planteados en frases armoniosas algunos de los problemas que suelen aceptar en términos triviales, como si tuvieran pudor de la galana vestidura. Se tedian