ción para comprometer la obra pacientemente elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se desinfle. Destituirían á un funcionario del Estado si le sorprendieran leyendo á Bocaccio, Quevedo ó Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reir. Constreñidos á vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. «Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la flexibilidad, rehusan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres—Sócrates—bailaba.» Esta aguda advertencia de Montaigne, en los Ensayos, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensamientos: «Ordinariamente suele imaginarse á Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus leyes y sus tratados de política para distraerse y divertirse; esa era la parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente.» El hombre mediocre que renunciara á su solemnidad, quedaría desorbitado; no podría vivir.
Son modestos, por principio. Pretenden que to