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El hombre mediocre

dos lo sean, exigencia tanto más fácil por cuanto la modestia sobra en ellos, desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que proclama las propias superioridades en voz alta como al que se ríe de sus convencionalismos suntuosos. Llaman modestia á la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad ó del heroísmo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes, constreñidos á no pestañear mientras los mediocres empañan su gloria. Para los imbéciles nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: «Los charlatanes de la modestia son los peores de todos.» Y Goethe sentenció: «Solamente los bribones son modestos». Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca podrá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará á los que gobiernan, ni blasfemará de los prejuicios: el hombre que se inviste de esa toga hipócrita renuncia á vivir más de lo que le permitan sus cómplices. Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás. Esos hombres