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—zadores como pudiera llevar un rey coronado.

Diéronle á don Quijote un vestido de monte, y á Sancho otro verde de finísimo paño; pero don Quijote no se lo quiso poner, diciendo que otro día había de volver al duro ejercicio de las armas, y que no podía llevar consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese. Llegado pues el esperado día armóse don Quijote, vistióse Sancho, y encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote de puro cortés y comedido tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo; y finalmente llegaron á un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gentepor diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos á otros no podían oirse, así por el ladrido de los perros, como por el són de las bocinas. Apeóse la duquesa, y con un agudo venablo en las manos se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeáronse asimismo el duque, y don Quijote, y pusiéronse á sus lados:

Sancho se puso detrás de todos sin apearse del rucio, á quien no osaba desamparar porque no le sucediese algún desmán; y apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos eriados suyos, cuando acosado de los perros y seguido de los cazadores vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos, y arrojando espuma por la boca, y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano á su espada,