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— 127— siera; pero allá van leyes do quieren reyes: y nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas, que aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que hace una dueña doncella á una dueña viuda; y quien á nosotras trasquiló, las tijeras le quedaron en la mano.

—Con todo esto, replicó Sancho, hay tanto que trasquilar en las dueñas, según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz aunque se pegue.

—Siempre los escuderos, respondió doña Rodríguez, son enemigos nuestros, que como son duendes de las antesalas, y nos ven á cada paso, los ratos que no rezan (que son muchos) los gastan en murmurar de nosotras, desenterrándonos los huesos, y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo á los leños movibles, que mal que les pese hemos de vivir en el mundo y en las casas principales, aunque muramos de hambre, y cubramos con un negro monjil nuestras delicadas carnes, como quien cubre ó tapa un muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuere dado, y el tiempo lo pidiera, que yo diera á entender, no sólo á los presentes, sino á todo el mundo, como no hay virtud que no se encierre en una dueña.

—Yo creo, dijo la duquesa, que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás dueñas, para confundir la mala opinión de aquél mal boticario, y desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.

A lo que Sancho respondió:

—Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los vaguidos de escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahigo.

Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si