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Cubriéronse, y sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó la clavija, y apenas hubo puesto los dedos en ella cuando todas las dueñas y cuantas estaban presentes levantaron las voces diciendo:

—Dios te guíe, valeroso caballero, Dios sea contigo, escudero intrépido; ya, ya vais por esos aires rompiéndolos con más velocidad que una saeta; ya comenzáis á suspender y admirar á cuantos desde la tierra os está mirando.

—Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas, mira no caigas, que será peor tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir al carro del sol su padre.

Oyó Sancho las voces, y apretándose con su amo, y ciñiéndole con los brazos, le dijo:

—Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parece sino que están aquí hablando junto á nosotros?

—No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres, y no me aprietes tanto que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que en efecto la cosa va como ha de ir, y el viento llevamos en popa.

—Así es la verdad, respondió Sancho, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando: y así era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire. Tan bien trazada estaba la tal aventura.