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—Mirad, amigo Sancho, respondió el duque, yo no puedo dar parte del cielo á nadie, aunque no sea mayor que una uña, que á sólo Dios están reservadas esas mercedes y gracias; lo que os puedo dar os doy, que es una insula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.

—Ahora bien, respondió Sancho, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador, que á pesar de bellacos me vaya al cielo: y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas, ni de levantarme á mayores, sino por el deseo que tengo de probar á qué sabe el ser gobernador.

—Si una vez lo probáis, Sancho, dijo el duque, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcisima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue á ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen como quiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.

—Señor, replicó Sancho, yo imagino que es bueno mandar aunque sea á un hato de ganado.

—Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo, respondió el duque; y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese esto aquí: y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la insula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar, y de todas las cosas necesarias á vuestra partida.

—Vístanme, dijo Sancho, como quisieren, que