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arrimarse á las locuras de don Quijote, ni á las sandeces de Sancho, salieran á luz: y así en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos en los mismos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente, y con solas las palabras que bastan á declararlos: y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir; y luego prosigue la historia diciendo, que en acabando de comer don Quijote el día que dió los consejos á Sancho, aquella, tarde se los dió escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y vinieron á manos del duque, que los comunicó con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote; y así llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron á Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él había de ser ínsula. Acaeció, pues, que el que le llevaba á cargo era un mayordomo del duque, muy discreto y muy gracioso, que no puede haber gracia donde no hay discreción; el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi con el donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que así como Sancho vió al tal mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y volviéndose á su señor, le dijo:

—Señor, ó á mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy en justo y en creyente, ó vue-