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que en este castillo que hemos dejado hemos tenido pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía á mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos: que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. Venturoso aquel á quien el cielo dió un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo á otro que al mismo cielo.

—Con todo eso, dijo Sancho, que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte doscientos escudos de oro, que en una bolsilla me dió el mayordomo del duque, que como pítima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón para lo que se ofreciere, que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.

En estos y otros razonamientos iban los andantes caballero y escudero, cuando vieron habiendo andado poco más de una legua que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus capas estaban comiendo hasta una docena de hombres vestidos de labradores. Junto á sí tenían unas como sábanas blancas con que cubrían alguna cosa que debajo estaba: estaban empinadas y tendidas, y de trecho en trecho puestas. Llegó don Quijote á los que comían, y saludándoles primero cortesmente, les preguntó que qué era lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:

stán unas —Señor, debajo destos lienzos genes de relieve y entalladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea: llevá