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doseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.

—Dios lo oiga, y el pecado sea sordo, dijo Sancho á esta ocasión.

Admiráronse los hombres así de la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de comer, cargaron con sus imágenes, y despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje. Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido á su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo, ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y díjole:

—En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos han sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano á las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos: bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.

—Tú dices bien, Sancho, dijo don Quijote; pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros que no se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgados por buenosacontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado san Francisco, y como si hubiera encontrado con un grifo vuelve las espaldas y vuélvese á su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y de-