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Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el azotarse cuando quisiese. Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio, y yendo á arrimarse á otro árbol sintió que le tocaban en la cabeza, y alzando las manos topó con dos pies de persona con zapatos y calzas. Tembló de miedo, acudió á otro árbol, y sucedióle lo mesmo: dió voces llamando á don Quijote que le favoreciese.

Hízolo así don Quijote, y preguntándole qué le había sucedido, y de qué tenía miedo, le respondió Sancho, que todos aquellos árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Qui jote, y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole á Sancho:

—No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no ves, sin duda son de algunos foragidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los coje, de veinte en veinte y de treinta en treinta, por donde me doy á entender que debo de estar cerca de Barcelona; y así era la verdad, como él lo había imaginado.

Al amanecer alzaron los ojos, y vieron los ra— * cimos de aquellos árboles, que eran cuerpos de bandoleros. Ya en esto amanecía, y si los muertos los habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos, y se detuviesen hasta que llegase su capitán. Hallóse don Quijote á pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada á un árbol, y finalmente sin defensa alguna, y así tuvo por bien de cruzar las manos, é inclinar la cabeza, guar-