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priesa á alcanzarlos, que como iban despacio, con facilidad lo hicieron. Hallaron á don Vicente en los brazos de sus criados, á quien con cansada y debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, por que el dolor de las heridas no consentía que más adelante pasase. Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse á él, temieron los criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó al ver la de don Vicente: y así entre enternecida y rigurosa se llegó á él, y asiéndole de las manos le dijo:

—Si tú me dieras éstas conforme á nuestro concierto, nunca tú te vieras en este paso.

Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y conociendo á Claudia le dijo:

—Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto: pena no merecida ni debida á mis deseos, con los cuales ni con mis obras jamás quise ni supe ofenderte.

—Luego no es verdad, dijo Claudia, que ibas esta mañana á desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro?

—No por cierto, respondió don Vicente ; mi mala fortuna te debió de llevar estas nuevas para que celosa me quitases la vida, la cual, pues la dejo en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa: y para asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo si quieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que piensas que de mí has recebido.

Apretóle la mano Claudia y apretósele á ella el corazón de manera que sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y á él le tomó un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía que hacerse. Acudieron los criados á buscar agua que echarles en los rostros, y trujéronla, con