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nio; pero por ver cuán poco tiempo había para hacer la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don Antonio con llave, y fuéronse á la sala donde los demás caballeros estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que á su amo habían acontecido. Aquella tarde sacaron á pasear á don Quijote, no armado, sino de rúa, vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo hielo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen á Sancho de modo que no le dejasen salir de casa.

Iba don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado.

Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas sin que lo viese le cosieron un pergamino, donde le escribieron con letras grandes: «Este es don Quijote de la Mancha». En comenzando el paseo llevaba el rétulo los ojos de cuantos venían á verle, y como leían: Este es don Quijote de la Mancha, admirábase don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y volviéndose á don Antonio, que iba á su lado, le dijo:

—Grande es la prerrogativa que encierra en si la andante caballería, pues hace conocido y famoso al que la profesa, por todos los términos de la tierra; sino, mire vuesa merced, señor don Antonio, que hasta los muchachos desta ciudad sin nunca haberme visto me conocen.

—Así es, señor don Quijote, respondió don Antonio; que así como el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas, resplandece y campea sobre todas las otras.