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sa. Llegó la noche, volviéronse á casa, hubo sarao de damas; porque la mujer de don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta, convidó á otras sus amigas á que viniesen á honrar á su huésped, y á gustar de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y comenzóse el sarao casi á las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y con ser muy honestas eran algo descompuestas por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Estas dieron tanta priesa en sacar á danzar á don Quijote, que le molieron no sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y sobre todo no nada ligero. Requebrábanle como á hurto las damiselas, y él también como á hurto las desdeñaba; pero viéndose apretar de requiebros, alzó la voz y dijo:

—Fugite partes adversa: dejadme en mi sosiego, pensamientos malvenidos: allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan; y diciendo esto se sentó en mitad de la sala en el suelo molido y quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en peso á su lecho, y el primero que asió dél fué Sancho, diciéndole:

—Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado: ¿pensáis que todos los valientes son danzadores, y todos los andantes caballeros bailarines? Digo que si lo pensáis, que estáis engañado: hombre hay que se atreverá á matar á un gigante, antes que hacer una cabriola: si hubiérades de zapatear, yo supliera vuestra falta,