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En esto estaban cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruído que por todos aquellos valles se extendía. Levantóse en pie don Quijote, y puso mano á la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio poniéndose á los lados el lío de las armas y la albarda de su jumento, tan temblando de miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el ruído y llegándose cerca á los dos temerosos: á lo menos al uno, que al otro ya se sabe su valentía. Es pues el caso que llevaban unos hombres á vender á una feria más de seiscientos puercos, con los cuales caminaban á aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de tropel la estendida y gruñidora piara, y sin tener respeto á la autoridad de don Quijote ni á la de Sancho, pasaron por encima de los dos, deshaciendo las trincheras de Sancho, y derribando no sólo á don Quijote, sino llevando por añadidura á Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que llegaron los animales inmundos puso en confusión y por el suelo á la albarda, á las armas, al rucio, á Rocinante, á Sancho y á don Quijote. Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió á su amo la espada, diciendo que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos; que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:

—Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es, que á un caballero andante vencido le coman adivas, y le piquen avispas, y le hollen puercos.

También debe de ser castigo del cielo, respondió Sancho, que á los escuderos de los caballeros