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lo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con cuya presencia, turbado y confuso se encogió y cubrió casi todo con las sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase á hacerle cortesía ninguna. Sentóse Áltisidora en una silla junto á su cabecera, y después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:

—Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la honra, y dan licencia á la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en público de todos los secretos que su corazón encierra, en estrecho término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una destas, apretada, vencida y enamorada; pero con todo esto sufrida y honesta, tanto, que por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio, y perdí la vida. Dos días ha que por la consideración del rigor con que me has tratado, ¡oh más duro que mármol á mis quejas, empedernido caballero! he estado muerta, ó á lo menos juzgada por tal de los que me han visto: y si no fuera porque el amor, condoliéndose de mí, depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara en el otro mundo.

—Bien, pudiera el amor, dijo Sancho, depositarlos en los de mi asno, que yo se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro más blando amante que mi amo, ¿qué es lo que vió en el otro mundo? ¿qué hay en el infierno? porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero.

—La verdad os diga, respondió Altisidora, yo no debí morir del todo, pues no entré en el infierno que si allá entrara, una por una no pudiers