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salir dél aunque quisiera. La verdad es que llegué á la puerta, donde estaban jugando hasta una docena de diablos á la pelota, todos en calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos de brazo de fuera, porque pareciesen las ma nos más largas, en las cuales tenían unas palas de fuego y lo que más me admiró fué que les servían en lugar de pelotas libros, al parecer llenos de viento de borra, cosa maravillosa y nueva; pero eso no me admiró tanto como el ver que siendo natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos, y entristecerse los que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se maldecían.

1 —Eso no es maravilla, respondió Sancho, porque los diablos, jueguen ó no jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen ó no ganen.

—Así debe de ser, respondió Altisidora: mas hay otra cosa, que también me admira (quiero decir me admiró entonces), y fué que al primer boleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez, y así menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas, y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo á otro: Mirad qué libro es ese, y el diablo le respondió: Esto es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas. Quitádmele de ahí, respondió el otro diablo, y metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos. Tan