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que guiaba á la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Alvaro. En este poco espacio le contó don Quijote la desgracia de su venci miento, y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración á don Alvaro, el cual abrazando á don Quijote y á Sancho siguió su camino, y don Quijote el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles por dar lugar á Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche á costa de las cortezas de las hayas harto más que de sus espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca aunque la tuviera encima. No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve. Parece que había madrugado el sol á ver el sacrificio, con cuya luz volvieron á proseguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Alvaro, y de cuán bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente. Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, sino fué que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobre modo, y esperaba el día por ver si en el camino topaba ya desencantada á Dulcinea su señora; y siguiendo su camino no topaba mujer ninguna que no iba á reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín. Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas, y dijo:

—Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve á tí Sancho Panza tu hijo, sino muy rico, muv