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pungióse de manera que le vinieron las lágrimas á los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo:

—Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más de la cola; si vuesa merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le serviré como jumento todos los días que me quedan de vida. Vuesa merced me perdone y se duela de mi necedad, y advierta que sé poco, y que si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas quien yerra y se enmienda, á Dios se encomienda.

—Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancillo en tu coloquio. Ahora bien, yo te perdono con que te enmiendes, y con que no te muestres de aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el corazón, y te alientes y animes á esperar el cumplimiento de mis promesas, que aunque se tarda, no se imposibilita.

Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza. Con esto se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Don Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero con todo eso dieron los ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino, buscando las riberas del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero.