Yo no sé adónde me guía, y así navego confuso, el alma á mirarla atenta, cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes, honestidad contra el uso, son nubes que me la encubren, cuando más verla procuro.
¡Oh, clara y luciente estrella, en cuya lumbre me apuro!
al punto que te me encubras, será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba á este punto, le pareció á Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oir una tan buena voz, y así moviéndola á una y otra parte la despertó diciéndole:
—Perdóname, niña, que te despierte, pues lo hago porque gustes de oir la mejor voz que quizás habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía, y volviéndoselo á preguntar, ella se lo volvió á decir, por lo cual estuvo atenta Clara: pero apenas hubo oído dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo:
—¡Ay, señora de mi alma y de mi vida! ¿para qué me despertaste? que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora, era tenerme cerrados los ojos y los oídos para no ver ni oir á ese desdichado músico,