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que me movió para acetaros por mía, esta misma me impelió para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros: y pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su Cardenio, que yo de rodillas rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea; y diciendo esto, la tornó á abrazar y juntar su rostro con el suyo con tan tierno sentimiento, que le fué necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señales de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque pomenzaron á derramar tantas, los unos de contento propio y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún grave y mal caso á todos había sucedido:

hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era como él pensaba la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron á poner de rodillas ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho, con tan corteses razones, que don Fernando no sabía qué responderles, y así los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía. Preguntó luego á Dorotea, le dijese cómo había venido á aquel lugar tan lejos del suyo. Ella con breves y discretas razones contó todo lo que antes había conta á Cardenio: de lo cual gustó tanto don Fernando y los que con él venían, que quisieran que durara