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menos que su amo. Es, pues, el caso, que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndolo así don Quijote, le dijo:

—Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí, que este licor no debe de aprovechar á los que no lo son.

—Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho, mal haya yo y toda mi parentela, ¿para qué consintió que lo gustase?

En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero á desaguarse por entrambas canales con tanta priesa, que la estera de enea sobre quien se había vuelto á echar ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaban que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales, no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado, que no se podía tener. Pero don Quijote, que como se ha dicho se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego á buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba, era quitársele al mundo y á los en él menesterosos de su favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Y así forzado deste deseo, él mismo ensilló á Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, á