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1 — Qué poco sabes, Sancho, respondió don Quijote, de achaque de caballerías! Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio.

Si no, dime, ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, ó qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo?

Ninguno sin duda alguna.

—Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé. Sólo sé que después que somos caballeros andantes, ó vuestra merced lo es (que yo no hay para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos veneido batalla alguna, si no fué la del vizcaíno, y aún de aquella salió vuestra merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme sucedido por personas encantadas de quien no puedo vengarme, para saber hasta donde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.

—Esa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho, respondió don Quijote; pero de aquí adelante yo procuraré haber á las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún genero de encantamentos. Y aún podría ser que me deparase la aventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el caballero de la Ardiente Espada, que fué una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo; porque fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.