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que oyeron que daban unos golpes á compás, y con un cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua pusieran pavor á cualquiera otro corazón que no fuera el de don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron á entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas movidas del blando viento hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndose á todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela terció su lanzón y dijo:

—Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro ó la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, y extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron.

Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua, en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de