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—Pues voto á tal, dijo don Quijote (ya puesto en cólera), don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, ó como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena á cuestas.

Pasamonte, que no era nada bien sufrido (estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido, como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de aquella manera, hizo del ojo á los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron á Ilover tantas y tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos á cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote, que no le acertasen, no sé cuantos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fué sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres ó cuatro golpes en las espaldas, y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos: quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran.

A Sancho le quitaron el gabán, y dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la cadena, é ir á presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don Quijote. El jumento cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando