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de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto á quien encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto, y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, así lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; de los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas, finalmente de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré á encarecerlo. Los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía á los mayorales ó capataces, y á otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son á las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, ó á tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos, y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta, pues, era la vida que tenía yo en casa de mis padres, la cual si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación, ni por dar á entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho, al infelice en que ahora me hallo. Es, pues, el caso, que pasando mi vida tantas ocupaciones y en