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un encerramiento tal, que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista, á mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba á misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella donde yo ponía los pies; con todo esto, los del amor ó los de la ociosidad por mejor decir, á quien los de lince no pueden igualarse, me vieron puestos en la solicitud de don Fernando, que es este el nombre del hijo menor del duque que os he contado.

No hubo bien nombrado á don Fernando la que el cuento contaba, cuando á Cardenio se le mudó la color del rostro y comenzó á trasudar con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía: mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito á la labradora, imaginando quién era ella la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia diciendo:

—Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores, cuanto lo dieron bien á entender sus demostraciones. Mas por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad. Sobornó toda la gente de mi casa, dió y ofreció dádivas y mercedes á mis parientes, los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle, las noches no dejaban dormir á nadie las músicas; los billetes, que sin saber cómo á mis manos vehían; eran infinitos;