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Fernando, que por el mismo camino de aquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que cuando él quisiese aquel hecho se publicase, pero no vino otra alguna, si no fué la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes, que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa, y que los más días iba á caza, ejercicio de que él era muy aficionado. Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguados, y bien sé que comencé á dudar en ellos, y aun á descreer de la fe de don Fernando, y sé también que mi doncella oyó entonces las palabras que en reprensión de su atrevimiento antes no había oído:

y sé que me fué forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasión á que mis padres me preguntasen que de qué andaba descontenta, y me obligasen á buscar mentiras que decilles. Pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron á plaza mil secretos pensamientos: y esto fué porque de allí á pocos días se dijo en el lugar, como en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica que por la dote pudiera aspirar á tan noble casamiento: díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron, dignas de admiración.

L Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas, y dejar de allí á poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas; mas