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de la pila, y cuando comenzó el paseo comenzaba á cerrar la noche. Contó el ventero á todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas, y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan estraño género de locura, fuéronselo á mirar desde lejos, y vieron que con sosegado ademán unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche con tanta claridad de la luna que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto á uno de los arrieros que estaban en la venta ir á dar agua á su recua y fué menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual viéndole llegar, en voz alta le dijo:

—Oh tú, quien quiera que seas, atrevido caballero, que llegas á tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara porque fuera curarse en salud), antes trabando de las correas las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (á lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo: Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que á este vuestro avasallado pecho se le ofrece: no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo y diciendo estas y otras semejantes razonés, soltando la adarga alzó la lanza á dos manos, y dió con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan mal trecho, que si