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un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, escetuando á un Bernardo del Carpio, que anda por ahí y á otro llamado Roncesvalles, que éstos en llegando á mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego sin remisión alguna.

Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad que no diría otra cosa por todas las del mundo.

Y abriendo otro libro vió que era Palmerin de Oliva y junto á él estaba otro que se llamaba Palmerin de Ingalaterra, lo cual visto por el licenciado, dijo:

—Esa Oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa Palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como á cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propiedad y entendimiento. Digo pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.

—No, señor compadre, replicó el barbero, que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianis.

—Pues ese, replicó el cura, con la segunda, ter-