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DON QUIJOTE.
ta ni otros dineros: que bien claro conocí entonces, que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, habia movido á Don Fernando á enviarme á su hermano. El enojo que contra Don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenia grangeada, me pusieron alas, pues casi como en vuelo, otro dia me puse en mi lugar al punto y hora que convenia para ir á hablar á Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venia en casa del buen hombre que me habia llevado la carta, y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena, que hallé á Luscinda puesta á la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas no como debia ella conocerme y yo conocerla. Pero ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar, que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condicion mudable de una muger? Ninguno por cierto. Digo pues, que así como Luscinda me vió, me dijo: Cardenio, de boda estoy vestida, ya me están aguardando en la sala Don Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente á este sacrificio, el cual, si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida, que podrá estorbar mas determinadas fuerzas, dando fin á mi vida y principio á que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras, que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella, ó para matarme si la suerte nos fuere contraria. No creo que pudo oir todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, pusóseme el sol de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba á entrar en su casa ni podia moverme á parte alguna; pero considerando cuánto importaba mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo mas que pude, y entré en su casa, y como ya sabia muy bien todas sus entradas y salidas, y mas con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver: así que sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacia una ventana de la mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubria, por entre los cuales podia yo ver, sin ser visto, todo lo que en la sala se hacia. ¡Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dió el corazon mientras allí estuve! ¡los pensa-