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CAPÍTULO XXVII.
mientos que me ocurrieron! ¡las consideraciones que hice! que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan: basta que sepais, que el desposado entró en la sala sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solia. Traia por padrino á un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no habia persona de fuera sino los criados de casa. De allí á un poco salió de una recámara Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecian, y como quien era la perfeccion de la gala y bizarría cortesana. No me dió lugar mi suspension y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traia vestido, solo pude advertir á las colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacian, á todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos, tales que en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con mas resplandor á los ojos ofrecian. ¡O memoria, enemiga mortal de mi descanso, de qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mia! ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, á lo menos perder la vida? No os canseis, señores, de oir estas digresiones que hago, que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece á mí que es digna de un largo discurso. A esto le respondió el cura, que no solo no se cansaban en oirle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecian no pasarse en silencio, y la mesma atencion que lo principal del cuento. Digo pues, prosiguió Cardenio, que estando todos en la sala, entró el cura de la parroquia, y tomando á los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ¿Quereis, señora Luscinda, al señor Don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia? yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oidos y alma turbada me puse á escuchar lo que Luscinda respondia, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte ó la confirmacion de mi vida. ¡O quién se atreviera á salir entonces, diciendo á voces: ¡Ah Luscinda, Luscinda! mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mia y que no puedas ser de otro. Advierte que el de-