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DE CERVANTES.

rescos. Sin miramiento con la verdad, ni aun con la verosimilitud, iban hacinando torpes desatinos en historia, en geografia, en física, y aun despropósitos muy aciagos en moralidad; nada les ocurría mas que lanzasos y cuchilladas, batallas incesantes, proezas increibles, aventuras ensartadas á lo que saliere, sin plan, sin tino y sin enlace; revolvian cariños y desafueros, vicios y supersticion; llamaron tambien á terciar gigantes, monstruos, encantadores, y no trataron por último, mas que de irse sobrepujando y abultando lo imposible y lo portentoso.

Sin embargo, halagaban por sus mismos desaciertos los tales libros, pues á la sazon hubo eruditos que fueron desenterrando los escombros antiguos; mas careciendo la muchedumbre de pábulo, como idiota y aragana, allá se arrojó tras este cebo para sus ratos ociosos. Por otra parte, desde las Cruzadas, un afan general por espediciones arriesgadas habia ido abriendo y allanando el camino para las novelas caballerescas, y si en España lograron aceptacion mas duradera que en todas las demas partes, fué por haberse allí arraigado tambien mas que en otros paises la aficion á la vida caballeresca. Tras los ocho siglos de guerra incesante con los árabes y moros, habian sobrevenido el descubrimiento y las conquistas del Nuevo Mundo; despues las guerras de Italia, Flándes y Africa. ¿Cómo cabe estrañar el afan por los libros de caballería en un pais donde se habían estado practicando sus mismos lances? No fué Don Quijote el primer demente de su calaña, pues el héroe soñado de la Mancha habia tenido ya antecesores vivos, sus dechados de carne y hueso. Abramos los Varones ilustres de Castilla por Hernando del Pulgar, y hallarémos decantado el célebre devaneo de Don Suero de Quiñones, hijo del gran bailío de Asturias, quien, despues de prometer hacer astillas trescientas lanzas para rescatarse de los lazos de su dama, defendió por treinta dias el paso honroso de Orbigo, como Rodomonte el puente de Mompeller. El mismo cronista, y en el propio reinado de Juan II (de 1407 á 1454), va citando un sinnúmero de guerreros á quienes conocia personalmente, como Gonzalo de Guzman, Juan de Merlo, Gutierre Quesada, Juan de Polanco, Pedro Vazquez de Sayavedra y Diego Varela, que se fueron en busca, no solo de sus vecinos los moros de Granada, sino tambien, á fuer de verdaderos andantes, peregrinando por Francia, Italia y Alemania, y brindando á todo valiente á quebrar una lanza en obsequio de las damas.

La aficion descompasada á las novelas fué luego brotando con sus correspondientes frutos. Los jóvenes, malhallados con la historia que no daba suficiente cebo á sus ímpetus, se desalaban, como dechados de habla y de acciones, tras los libros que mas les congeniaban. Rendimiento á los antojos mugeriles, amoríos adúlteros, honor estragado, venganzas sangrientas por levísimos desaires, lujo disparatado y menosprecio de todo sistema social: este cúmulo de monstruosidades se estaba practicando, y así fueron los libros de caballerías tan aciagos para las costumbres como para el buen gusto.

Clamaron los moralistas contra tamaño desenfreno. Luis Vives, Alejo Venegas, Diego Gracian, Melchor Cano, Fray Luis de Granada, Malon de Chaide, Arias Montano y otros escritores alzaron á porfía su airada voz contra el estrago que estaban acarreando aquellos libros. Acudieron tambien las leyes en su ausilio. Un decreto de Cárlos V, espedido en 1543, mandó á los vireyes y audiencias del Nuevo Mundo que no permitiesen imprimir, vender ni leer novela alguna caballeresca á indios ni españoles. En 1555, las cortes de Valladolid instaron, en peticion eficaz, por igual prohibicion para la península, solicitando ademas que se recogiesen y quemasen cuantas habia. Ofreció la reina Juana una ley que no vino á promulgarse.

Mas ni clamoreos de retóricos y moralistas, ni anatemas de legisladores alcanzaron á atajar el achaque. Estrelláronse todas las providencias contra la aficion á lo portentoso, contra esa aficion que ni el discurso, ni el desengaño, ni la sabiduría aciertan á contrastar. Seguian saliendo y gustando las novelas caballerescas; y príncipes, grandes y prelados aceptaban sus dedicatorias. Santa Teresa, muy apasionada en su mocedad á aquellas leyendas, estuvo componiendo tambien su novela caballeresca, hasta que se engolfó en su Castillo interior y demas obras místicas. Cárlos V se recreaba á hurtadillas con Don Belianis de Grecia, uno de los abortos mas desatinados de aquella literatura delirante, mientras lo estaba vedando rigurosamente; y cuando su hermana, la reina de Hungria, trató de solemnizar su regreso á Flándes, no le ocurrió mejor ofrenda en las funciones decantadas de Bins (1549) que la viva representacion de un libro de caballería en que fueron desempeñando sus respectivos papeles todos los señores de la corte, y entre ellos el adusto Felipe II. Se habia internado aquella aficion hasta por los claustros, donde se leian y componian novelas. Un franciscano, llamado Fray Gabriel de Mata, imprimió, no ya en el siglo décimotercio, sino en 1589, un poema caballeresco, cuyo héroe era San Francisco, patriarca de su órden, y que se intitulaba El caballero Asisio. Veíase en la