por el gabinete—; ¡es extraordinario e incomprensible...! ¡Llamad al conserje!—gritó asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio!—añadió dirigiéndose al conserje—;otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
—No, señor—contestó el conserje.
—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
—No, señor, no estuvo.
—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
—Eso yo no lo sé.
—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
—No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más. -Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
—No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
—¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! reflexionó Navaguin—. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de Fedinkof?