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EL JARDÍN DE LOS CEREZOS

sión y otros temas nebulosos, acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor jubilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas, se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influídos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradable, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán, que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:

«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? Respuesta pagada.—Vasilio Krinolinski

Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin vióse poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez, resolviendo mandarlo a una Revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:

—Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir este certificado; será más seguro—volvióse luego hacia el sacristán—. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.