—Perfectamente, excelencia— replicó el sacristán inclinándose—; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
—¿Puedes hacerlo para mañana?
—Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Angelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
—¿Como?—exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
—Fedinkof.
—¿Tú eres Fedinkof?—preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.
—Así como suena: Fedinkof.
—¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
—Era yo, en efecto—confesó el sacristán, confuso y avergonzado—. Excelencia, cuando visitamos con el Crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos. Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
—Excelencia—dijo el secretario—, voy al correo para expedir el paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sa-