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LA VÍSPERA DE LA CUARESMA

—Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés. Ahora para corregir... ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, equivocábame cada vez que le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema poníase encarnado, corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas?—le preguntábamos—. Nuestra clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno que se llamaba Mamájin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el suelo. Pues esto mismo Mamájin...

Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia Ivanova. Pawel Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:

—Tu madre viene. Sigamos... De modo que lo has comprendido bien—dice alzando la voz—. Para hacer esta operación se requiere...

Pelagia Ivanova exclama:

—El te está listo.

Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el te. En el comedor se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que jamás despegaba los labios, otra tía que es sordo-muda, la abuela y la comadrona. El samovar canta y despide ondas de vapor que suben hasta el techo. De la antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos y melancólicos.