los presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así transcurre otra media hora en toda calma.
El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo contempla, escucha sus frases incomprensibles, frotase los ojos y dice:
—Tengo sueño, me voy a acostar.
—¿Acostarte? Esto no es posible. Si no has comido nada...
—No tengo hambre.
—No puede ser—insiste la madre asustada—. Mañana es vigilia...
Pawel Vasilevitch interviene.
—Es imposible...; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma...; es necesario que comas.
—¡Yo tengo mucho sueño!
—En tal caso, a comer en seguida—añade Pawel Vasilevitch con agitación...—¡Pronto! ¡A poner la mesa!
Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.
—¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que apresurarse.
A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.