Página:El jardín de los cerezos.djvu/180

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
176
ANTÓN P. CHEJOV

ñera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada: sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.

En el mismo tono prosigue incansablemente. Pero nunca Stefan Stefanovitch aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la comida, cuando toda la familia está en derredor suyo. Cierta actitud iníciase desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y cesa de comer.

—¡Es horroroso!—murmura—tendré que comer en el restaurante.

—¿Qué hay?—pregunta su mujercita—. La sopa, ¿no está buena?

—No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos diminutos semejantes a bichos... Es increíble. Amfisa Ivanova—exclamó dirigiéndose a la comadrona—. Diariamente doy una bue-